El amanecer en Pahuatlán llega con un murmullo de gallos y un aroma que se cuela por todas las rendijas: pan caliente recién salido del horno de piedra y café tostado en la madrugada. En las calles empedradas, aún húmedas por la neblina que desciende de la Sierra Norte de Puebla, las mujeres acomodan canastas de frutas y flores, y los niños corren con risas agudas que rompen el silencio tímido del pueblo. El aire huele a humedad, a leña encendida, a tierra fértil.
A 1,060 metros de altura, este Pueblo Mágico parece suspendido en el tiempo. Fundado en 1532 por frailes y soldados españoles, Pahuatlán fue parte del señorío totonaca y después refugio de nahuas y otomíes que resistieron con sus tradiciones. Hoy, en pleno siglo XXI, se levanta como guardián de un legado cultural donde conviven los voladores, los brujos, los artesanos del amate y los cafetaleros que trabajan la tierra.
“Pahuatlán es un lugar que cura, que alimenta, que resiste”, dice don Aurelio, un curandero de 73 años que atiende en un pequeño cuarto lleno de hierbas secas y veladoras. “Aquí seguimos hablando con la montaña y con el río, porque son ellos quienes nos dan la vida”. Su voz se mezcla con el repicar de campanas del templo de Santiago Apóstol, donde ya se organizan las festividades de junio en honor al santo patrono.
En el mercado dominical, las mesas se llenan de tamales de cacahuate, tacos de cecina ahumada y dulces de piloncillo. “No hay visitante que se vaya sin probar nuestro café”, presume Rosa María, vendedora de acamayas. Entre puestos de madera, el humo de las brasas envuelve el aire con un olor a mole espeso y pipián recién molido. El bullicio es una sinfonía de trueques, regateos y saludos que parecen repetirse desde hace siglos.
Subiendo al mirador de Ahíla, se observa el pueblo como una maqueta de tejados rojos escondida entre barrancas verdes. Más allá, las montañas del Totonacapan marcan la frontera cultural que ha hecho de este rincón un punto de encuentro para los voladores que, cada noviembre, se reúnen en el Encuentro Nacional. Verlos danzar en el aire, descendiendo de cabeza con cuerdas atadas a los tobillos, es un recordatorio de que el ritual es también oración, un vínculo entre el cielo y la tierra que sobrevive al turismo y al tiempo.
La historia de Pahuatlán se cuenta también con las manos. En San Pablito, los artesanos golpean la corteza de los árboles para dar vida al papel amate, un oficio que es anterior a la Conquista y que aún hoy se usa para rituales y para el arte contemporáneo. “Cada hoja es una ofrenda, no solo un objeto”, explica Florencia, artesana otomí. Sus dedos, teñidos de savia, son testigos de una práctica que ha convertido al pueblo en un referente internacional.
Pero no todo es misticismo y tradición: Pahuatlán vive entre la modernidad que se acerca desde Pachuca o la Ciudad de México —a apenas dos horas y media— y la resistencia por mantener sus raíces. El nombramiento como Pueblo Mágico en 2012 trajo consigo turistas, hoteles pequeños y cafés decorados con murales, pero también el riesgo de que la autenticidad se diluya en souvenirs. Sin embargo, la comunidad parece haber encontrado un equilibrio: el puente colgante Miguel Hidalgo vibra con visitantes que buscan adrenalina, mientras que en los tianguis aún se negocia con el mismo ritmo lento de antes.
El clima semicálido y húmedo, los cafetales que trepan por las laderas, las cascadas como el Velo de Novia y las grutas del Tamborillo hacen de este lugar un refugio para los aventureros. Pero lo que distingue a Pahuatlán no son solo sus paisajes, sino la capacidad de sus habitantes para contar historias en cada platillo, en cada danza, en cada tela bordada.
La tarde cae y, desde el Cerro del Cirio, el sol tiñe de oro los valles. Un grupo de jóvenes ensaya huapangos que resonarán en la próxima huapangueada. Las cuerdas del violín y la jarana llenan el aire de una cadencia antigua y viva. Un niño observa a los músicos y, con un gesto solemne, imita el zapateado en la tierra húmeda. Esa imagen, la del pequeño aprendiendo el ritmo de sus mayores, es quizá la mejor metáfora de Pahuatlán: un pueblo que baila entre el pasado y el presente, decidido a no olvidar quién es.
Deja una respuesta