Por Juan Pablo Ojeda
El Senado dio un paso fuerte contra uno de los delitos que más lastiman el bolsillo y la tranquilidad de la gente: la extorsión. Con 110 votos a favor, prácticamente un respaldo unánime, las y los senadores aprobaron una nueva Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar los Delitos en Materia de Extorsión. La idea central es sencilla de explicar: cerrar la puerta a la impunidad, elevar las penas y, sobre todo, obligar a que los funcionarios encargados de combatir el crimen dejen de mirar para otro lado cuando se topan con estos casos.
En pocas palabras, esta reforma es una especie de “actualización de sistema” para varias leyes: el Código Penal Federal, el Código Nacional de Procedimientos Penales, la Ley contra la Delincuencia Organizada, la de Extinción de Dominio y hasta la Ley Orgánica del Poder Judicial. ¿Por qué tantas? Porque la extorsión se comete desde muchas rutas: desde llamadas de cárcel, cobro de piso por grupos criminales o incluso desde oficinas públicas donde se toleran o permiten estas prácticas. La reforma busca cerrar cada uno de esos huecos.
Un cambio clave es que ahora cualquier funcionario que tenga responsabilidad en seguridad, justicia o vigilancia penitenciaria y que no denuncie un caso de extorsión enfrentará entre diez y veinte años de prisión. Ya no basta con “no me enteré”: el mensaje es que quien tenga la obligación de denunciar y no lo haga, también es parte del problema. Y si además algún servidor público facilita o permite que ocurra una extorsión —por ejemplo, desde un penal— la pena sube aún más: de quince a veinticinco años, más un castigo adicional de tres a cinco años extra. Es decir, la ley coloca un reflector especial en los centros penitenciarios, reconocidos como uno de los principales puntos de origen de extorsiones.
Otro giro importante vino directamente de los senadores. Ellos elevaron el rango mínimo de las penas que había aprobado originalmente la Cámara de Diputados. Mientras los diputados proponían de seis a quince años de cárcel, el Senado lo empujó hasta un mínimo de quince y un máximo de veinticinco. ¿La razón? Argumentaron que las sanciones previas podrían incluso beneficiar a personas que ya están condenadas por extorsión, algo que quisieron evitar reforzando la severidad del castigo.
Además, por primera vez se incorpora una obligación expresa para que todas las autoridades involucradas actúen con respeto pleno a los derechos humanos. Puede sonar técnico, pero esto blinda los procesos para evitar abusos y fortalece la validez jurídica de las investigaciones y sentencias. También se ordena que las fiscalías —federales y locales— cuenten con unidades especializadas en extorsión con personal capacitado y certificado. Mientras esto ocurre, las unidades antisecuestro se harán cargo de manera temporal.
Incluso se atienden prácticas que parecen pequeñas, pero que son clave en el día a día del delito. Por ejemplo, quien introduzca a un penal celulares o dispositivos de comunicación sin autorización enfrentará de seis a doce años de cárcel. La idea es cortar la operación desde dentro, especialmente porque muchas extorsiones telefónicas salen de ahí.
Finalmente, se establece que los recursos obtenidos por decomisos o por procedimientos de extinción de dominio relacionados con extorsión deberán usarse, preferentemente, para reparar daños a las víctimas. Es una especie de “lo que se recupera, regresa a quienes fueron afectados”.
El dictamen regresará a la Cámara de Diputados para que revisen y avalen las modificaciones del Senado. Si lo hacen, México tendría una de las leyes más estrictas en materia de extorsión, con un enfoque que mezcla garrote legal, responsabilidad institucional y una ruta más clara de atención a víctimas.

































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