Alejandra Lugo, Noticias de México
CDMX a 1 de noviembre, 2025 (Noticias de México).- México se perfuma de azahar y horno encendido cuando llega octubre. En cada esquina, el aroma dulce del Pan de Muerto anuncia la cercanía de los fieles difuntos y de una tradición que, más que gastronómica, es un ritual de amor y memoria. Redondo, suave y cubierto de azúcar, este pan acompaña desde hace generaciones las ofrendas dedicadas a quienes ya no están, y también consuela a los vivos, que en cada mordida sienten que regresan por un instante a la infancia o a la mesa familiar.
Aunque su tiempo oficial es noviembre, el fervor popular lo ha extendido: los panaderos lo hornean desde septiembre y, en algunos lugares, hasta diciembre. Su presencia es irresistible. Sin embargo, más allá de su sabor, el Pan de Muerto guarda símbolos ancestrales y una historia que se hunde en el México prehispánico. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos originarios ofrecían a sus dioses alimentos rituales para honrar a los muertos y apaciguar sus espíritus. En las ofrendas se colocaban manjares como el huitlatamalli —una especie de tamal ceremonial— o el papalotlaxcalli, pan en forma de mariposa que se decoraba con pigmentos naturales, como metáfora del alma que vuela.
Con el mestizaje, las formas y significados se fundieron. El pan redondo que hoy conocemos representa el ciclo eterno de la vida y la muerte; la bolita central es el cráneo; las tiras en forma de huesos evocan los restos del cuerpo y los puntos cardinales, vinculados con deidades como Tezcatlipoca, Tláloc, Quetzalcóatl y Xipetotec. El perfume de azahar alude al recuerdo de los difuntos y el azúcar teñida de rojo, usada antiguamente, simboliza la sangre y el sacrificio. Así, cada ingrediente cuenta una historia, cada forma guarda una plegaria.
Pero México es diverso, y en su diversidad, cada región pone su toque. En Oaxaca, por ejemplo, se hornea el Pan Bordado, coronado con el rostro de un niño o un adulto, y decorado con filigranas de masa que evocan los bordados del istmo. En Puebla, Tlaxcala y la Ciudad de México se elaboran los Golletes, roscas rosadas que se colocan en las ofrendas atravesadas por cañas de azúcar, en alusión al Tzompantli, aquel altar donde los antiguos mexicas ofrecían las cabezas de los guerreros vencidos a los dioses.
En otras regiones, los panes toman forma humana o llevan inscrito el nombre del difunto. Unos son cubiertos de azúcar blanca, dedicados a los niños; otros, de canela o ajonjolí, para los adultos. Todos son testimonio de una fe que se amasa con las manos y se cuece con el corazón.
El Pan de Muerto no solo nutre el cuerpo: alimenta el alma mexicana, esa que no teme a la muerte porque la celebra. En cada pan, redondo o alargado, rosado o dorado, se hornea una historia milenaria que une el pasado y el presente, lo terrenal y lo espiritual. Cada bocado, una ofrenda; cada miga, un recuerdo; cada aroma, una manera de mantener viva la memoria de los que amamos.
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