Ángel Verdugo
En lo alto del cerro del Chapulín, el Castillo de Chapultepec sigue siendo uno de los lugares más emblemáticos de la Ciudad de México. Más que un edificio monumental, este espacio alberga la historia de la nación a través del Museo Nacional de Historia, inaugurado el 27 de septiembre de 1944, durante el gobierno del general Manuel Ávila Camacho.
El museo fue concebido como un espacio para que las nuevas generaciones comprendieran la memoria colectiva del país. Su creación fue impulsada por el presidente Lázaro Cárdenas, quien en 1938 anunció la fundación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), con la misión de preservar el patrimonio cultural y consolidar el conocimiento histórico de México.
El recinto no solo resguarda objetos, sino también el propio testimonio arquitectónico del país. Construido en el siglo XVIII por orden del virrey Bernardo de Gálvez, el castillo fue en su origen una casa de descanso para los virreyes, más tarde residencia imperial de Maximiliano y Carlota, y después hogar de presidentes como Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y Venustiano Carranza. Cada etapa dejó su huella en los muros, muebles y jardines que hoy forman parte del acervo nacional.
El Museo Nacional de Historia abrió con el propósito de unir pasado y presente: mostrar los procesos sociales, políticos y culturales que dieron forma a la identidad mexicana. Desde sus primeras salas, el público puede recorrer la historia virreinal, la Independencia, la Reforma, el Porfiriato y la Revolución Mexicana, hasta llegar a los murales que narran la consolidación del México moderno.

Una de las piezas más valiosas del museo es la bandera tomada por las fuerzas estadounidenses durante la invasión de 1847, la misma que, según la tradición, fue defendida por los cadetes del Colegio Militar en la batalla del Castillo de Chapultepec. Aunque el tiempo borró el color rojo del lienzo, los fragmentos verde y blanco permanecen como símbolo de resistencia y memoria patriótica.
Durante el siglo XX, el museo fue escenario de una transformación museográfica. En los años sesenta, el arte muralista se integró a sus salas con obras de David Alfaro Siqueiros, Juan O’Gorman y Antonio González Orozco, quienes reinterpretaron los episodios de la historia nacional desde una mirada crítica y pedagógica. Estas obras reforzaron la enseñanza histórica en sintonía con los libros de texto gratuitos de la SEP, convirtiendo al castillo en una verdadera escuela abierta.
En los años setenta y ochenta, las exhibiciones evolucionaron hacia una narrativa más educativa. Se incorporaron curadores especializados, restauradores y museógrafos que replantearon la forma de contar el pasado, priorizando la interacción del público con los objetos. En ese periodo, el castillo también abrió sus puertas a conciertos, lecturas y actividades culturales que fortalecieron su vínculo con la ciudadanía.
Con el proyecto de restauración 2001-2003, el museo modernizó sus instalaciones y amplió sus salas históricas. Más de 800 especialistas participaron en la renovación del Alcázar y en la conservación de las piezas. El objetivo fue mantener la esencia del lugar sin alterar su autenticidad, cuidando cada detalle arquitectónico y museográfico.
Hoy, el Museo Nacional de Historia recibe a millones de visitantes cada año y sigue siendo uno de los espacios más visitados de México. Para muchos, la experiencia es doble: recorrer los pasillos del castillo, escenario de emperadores y presidentes, y encontrarse con los objetos que narran la evolución de una nación diversa y en constante transformación.
A 80 años de su fundación, el castillo continúa siendo el corazón histórico del Bosque de Chapultepec, un sitio donde convergen la memoria, la cultura y la identidad de México. En sus terrazas aún resuena el eco de quienes lo habitaron, mientras su museo sigue cumpliendo su misión: preservar el pasado para entender el presente.





































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