Cuando en 2020 la Ciudad de México inició la operación de sus primeras líneas de Cablebús como solución para las zonas altas y con pendientes pronunciadas del norte y oriente, se presentó como una alternativa rápida, segura y —en teoría— transformadora para la movilidad de miles de personas. Cinco años después, conviene medir qué tanto ha cambiado la vida cotidiana en Iztapalapa (Línea 2) y Gustavo A. Madero (Línea 1): no sólo en minutos ahorrados, sino en percepciones vecinales, reorganización de rutas y eficiencia frente al transporte tradicional.
¿Qué trajeron las líneas 1 y 2?
Las dos primeras líneas se diseñaron para servir a colonias con topografía complicada y mala conectividad con el resto de la ciudad, enlazando con estaciones del Metro, Metrobús y CETRAM para facilitar transbordos y acceso a empleos y servicios. Desde su planificación se promovió al Cablebús como un medio que reduce tiempos de traslado para poblaciones hasta entonces marginadas por la geografía urbana.
Ahorro de tiempo y alcance real
Los estudios iniciales y los modelos de impacto estimaron reducciones notables en los tiempos de viaje para ciertos barrios: para una parte de la población beneficiada (radios de influencia de estaciones), se hablaba de recortes de hasta la mitad del tiempo de traslado en rutas específicas. En la práctica, usuarios reportan que trayectos que antes requerían transbordos largos y esperas en transporte terrestre ahora se recortan de forma importante —aunque el beneficio exacto depende de la combinación de origen/destino y de la calidad del enlace con otros modos.
Percepción vecinal: seguridad, comodidad y críticas
En encuestas y trabajos cualitativos realizados por universidades y colectivos que estudiaron el Cablebús, aparecen tres grandes percepciones entre las y los usuarios habituales: mayor sensación de seguridad (especialmente en viajes nocturnos), viajes más confortables (cabinas ventiladas, continuidad en horarios) y orgullo simbólico porque la ciudad “llegó” a barrios históricamente aislados. Al mismo tiempo, hay críticas recurrentes: congestión en estaciones en horas pico, problemas iniciales de mantenimiento, y la sensación —entre comerciantes y algunos residentes— de que las estaciones generan micro-presiones comerciales y cambios en el paisaje barrial.
Eficiencia frente al transporte tradicional
Comparado con rutas de microbús o transporte concesionado en zonas irregulares, el Cablebús ofrece previsibilidad: horarios regulares, menor exposición al tráfico de superficie y conexiones planificadas con nodos mayores. Desde un punto de vista operativo, reduce la dependencia de itinerarios por calle y brinda un recorrido constante independiente de congestiones viales. Sin embargo, su capacidad por hora es finita y depende del espaciado entre cabinas; en horas pico algunos tramos han mostrado saturación que obliga a complementar con rutas terrestres eficientes. En términos de costo-beneficio para la ciudad, organismos y análisis locales han resaltado que el Cablebús representa una inversión en accesibilidad y equidad urbana, aunque su eficacia máxima se alcanza cuando se integra con una red multimodal bien coordinada
El principal reto operativo que limita el impacto pleno del Cablebús es la última milla: muchas viviendas quedan a varios minutos de las estaciones, y la calidad del enlace con el Metro o Metrobús (tiempos de espera, diseño de transferencias, pago integrado) define si el viaje total realmente resulta más rápido. En rutas donde la transferencia es ágil y el andén de llegada está bien conectado, el Cablebús ha conseguido disminuir tiempos y aumentar la regularidad; donde el enlace falla, el ahorro se diluye. Estudios y proyectos posteriores han insistido en reforzar rutas alimentadoras, camiones de enlace y mejor señalética para potenciar el servicio.
Más allá del transporte, el Cablebús ha tenido efectos colaterales: mejora en la accesibilidad a empleos y servicios, aumentos moderados en visitas comerciales a zonas de estación y, en algunos casos, la aparición de iniciativas comunitarias y microemprendimientos alrededor de paraderos. No obstante, también hay preocupaciones sobre microgentrificación y presiones sobre alquileres o comercio informal en las inmediaciones, fenómenos que requieren políticas públicas paralelas para proteger a residentes de largo plazo.
Los informes oficiales del sector de movilidad señalan que la red de teleférico urbano sigue expandiéndose como política pública y que la operación ha tenido avances en mantenimiento y cobertura. Al mismo tiempo, reportes periodísticos recientes muestran fluctuaciones en la afluencia de usuarios global de la red y llaman la atención sobre la necesidad de optimizar frecuencias y combinar infraestructuras emergentes (nuevas líneas proyectadas o trolebuses) para sostener la demanda. El balance reciente sugiere que, aunque el Cablebús no es la panacea, sí representa un instrumento valioso para mejorar la movilidad en áreas con limitaciones topográficas.
Conclusión: un cambio real, pero condicionado
En Iztapalapa y Gustavo A. Madero el Cablebús ha modificado trayectos cotidianos: hay informes de ahorro de tiempo para rutas concretas, mejor percepción de seguridad y una operación más predecible que el transporte concesionado tradicional. No obstante, su impacto máximo depende de tres elementos: calidad de las transferencias multimodales, refuerzo de la “última milla” y políticas que atenúen efectos colaterales como presiones comerciales o de vivienda. Si la ciudad apuesta por integrar mejor estos elementos —y por inspeccionar datos de uso en tiempo real para ajustar frecuencias—, el Cablebús podrá consolidarse como un motor de equidad urbana y no solo como una obra emblemática más.

































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