Crónica de una revolución jurídica con baches de nacimiento
En un país donde hasta hace poco las togas se heredaban más que se ganaban, México vivió en 2025 su primer intento de democratizar el Poder Judicial a través de las urnas. A simple vista, la reforma suena como un acto de justicia histórica: por primera vez, jueces, magistrados y ministros serían electos mediante voto directo. Pero el camino del ideal democrático estuvo empedrado de improvisaciones, falta de claridad normativa y una participación ciudadana que, en términos porcentuales, cabría en un elevador.
Aprobada en septiembre de 2024, la reforma constitucional fue tan ambiciosa como apresurada. En apenas unas semanas, el Instituto Nacional Electoral (INE) y otros organismos estatales debieron rediseñar de emergencia un proceso electoral inédito para más de 2,600 cargos judiciales en todo el país. Según el análisis del Centro de Capacitación para el Nuevo Poder Judicial, esto representó un esfuerzo titánico que, sin embargo, cargó con un costo político, logístico y económico que aún estamos digiriendo
Una de las grandes paradojas fue que, para acercar la justicia al pueblo, se generaron boletas tan largas como el padrón telefónico, con cientos de nombres desconocidos y sin posibilidad de que los votantes usaran más que su intuición —o suerte— para elegir. Porque en una elección donde los partidos políticos están vetados, no hay debates públicos obligatorios, no se permite publicidad pagada y no se puede gastar más de lo que cuesta un auto usado, el acceso real a la información fue un privilegio de quienes hicieron doctorado en stalkear redes sociales.
Los retos fueron tan diversos como preocupantes: candidatos sin recursos ni experiencia en campañas; campañas judiciales en zonas donde ni los candidatos vivían; boletas confusas, colores no homologados entre estados, veda sin contenidos y una narrativa pública que oscilaba entre la apatía y la sospecha. Todo ello en medio de una profunda desconfianza social hacia la reforma judicial, percibida más como imposición presidencial que como consenso democrático
A pesar de los pesares, la jornada electoral del 1 de junio fue, en términos técnicos, un éxito. El INE logró instalar el 99.98% de las casillas previstas, movilizó medio millón de funcionarios y acreditó a más de 139 mil observadores ciudadanos, cinco veces más que en la elección presidencial de 2024. Si eso no es un milagro administrativo, entonces que nos juzgue el Tribunal de Disciplina Judicial, que por cierto también se eligió ese día
El problema, claro, fue el ausentismo: solo votó entre el 12.6% y el 13.3% de la ciudadanía. Cada voto costó en promedio 583 pesos, casi tres veces más que en la elección presidencial. Un precio alto por una legitimidad tan frágil. Pero eso sí, con el acompañamiento de la Guardia Nacional, como para recordarnos que la justicia en México todavía necesita escolta armada
¿Y ahora qué? La experiencia de 2025 deja claro que elegir a jueces por voto popular no basta para democratizar la justicia. Hace falta diseñar reglas claras, procesos pedagógicos, garantías de equidad y un sistema que permita elegir con conocimiento, no con adivinanzas. Lo positivo: se sembró una semilla. Lo preocupante: que el terreno esté infértil por el desdén político y la desinformación social.
En resumen, México cruzó un umbral histórico, pero lo hizo en calcetines sobre alfombra de clavos. El Poder Judicial ya no es una torre de marfil cerrada a la voluntad popular, pero tampoco es, aún, un espacio donde el pueblo tenga voz efectiva. Más que una elección, fue un diagnóstico: la justicia en México tiene futuro, pero necesita cirugía de precisión, no maquillaje electoral.
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