Por Bruno Cortés
En San Lázaro se armó una de esas discusiones donde, más allá de los tecnicismos, lo que está en juego es algo tan simple y tan profundo como abrir la llave y que salga agua. Diputadas y diputados del PAN, especialmente quienes integran la Comisión de Recursos Hidráulicos, levantaron la mano para advertir que la reforma a la Ley General de Aguas que impulsa el gobierno federal trae más remiendos que una chamarra vieja: más de 90 correcciones, y aun así —dicen— sigue generando más dudas que soluciones.
La vicecoordinadora panista Noemí Berenice Luna Ayala lo describió así: si un dictamen necesita tantos parches, probablemente el problema no es la costura, sino el diseño. Y aunque suene exagerado, su preocupación central va en serio: temen que la propuesta termine afectando al campo, a quienes producen alimentos y dependen del agua para vivir, sembrar y trabajar. Lo que están pidiendo es algo básico en el Congreso y en la vida: tiempo. Quieren aplazar la discusión para sentarse con los sectores involucrados y buscar coincidencias antes de votar algo que, dicen, podría salir más caro que útil.
Según los legisladores, el campo lleva meses gritando que no puede más, y que la reforma, tal como está, no atiende su realidad. “El campo habla y el gobierno no escucha”, soltó Luna Ayala. Y detrás de ella, diputados como Samantha Garza, Paulo Martínez, Theodoros Kalionchiz, Marcelo Torres y Francisco Pelayo respaldaron la misma idea: nadie del sector primario fue escuchado en serio, y eso los dejó en un estado de desesperación que ya se siente en todo el país.
Paulo Martínez fue más técnico pero igual de duro: la iniciativa presidencial —explicó— llegó mal hecha y la Comisión intentó repararla con 90 cambios, pero aun así no solucionó lo esencial. Para ellos, el dictamen sigue repitiendo el mismo error: concentrar inusualmente el poder sobre el agua en manos de la Federación. Y esto, en palabras simples, significa que en lugar de darle certeza a quienes producen alimentos, se les dejaría dependiendo del permiso del gobierno federal para utilizar un recurso que está ligado a su tierra, su empleo y su forma de vida.
Además, denunciaron que la reforma no solo centraliza el agua, sino que abre la puerta a sanciones penales contra trabajadores del campo. En otras palabras, agricultores que hoy riegan sus parcelas podrían terminar enfrentándose a multas o hasta delitos si la autoridad interpreta que usan el agua de forma indebida. Para los panistas, esto no es modernización: es criminalización.
Theodoros Kalionchiz le puso un punto más incómodo al debate: mientras Morena dice que la reforma garantiza el derecho humano al agua, el dictamen no asigna presupuesto, no establece metas técnicas y no asegura la infraestructura necesaria para lograrlo. Lo único seguro, dijo, es que la Federación decidirá quién recibe agua, cuánto y por cuánto tiempo. Y peor aún: las concesiones actuales —que otorgan cierta estabilidad a agricultores e industriales— se convertirían en permisos frágiles, revisables y que no se pueden heredar ni transferir. Eso, en cualquier sector productivo, es sinónimo de incertidumbre.
Marcelo Torres remató con una frase que retumbó en la sala: “Es la gran mentira de Morena”. Para él, una reforma sin dinero es como prometer vacas sin darles pasto. De nada sirve reformar la norma si el presupuesto para el agua se reduce mil millones de pesos el próximo año. Y, mientras tanto, Conagua recauda 25 mil millones en derechos pero no traduce ese recurso en mejoras reales. A su juicio, lo que hay detrás es una mezcla peligrosa: control político, mala administración y la sospecha de corrupción.
Lo que se vio hoy en Diputados no fue solo una bronca partidista. Fue un choque entre dos visiones: una que centraliza y otra que quiere más participación local; una que promete cambios desde el escritorio y otra que exige escuchar a quienes trabajan la tierra. Y aunque la discusión sigue abierta, lo cierto es que el debate ya puso sobre la mesa algo que nos toca a todos, vivamos en ciudad o en rancho: el agua no es un tema técnico, es un tema de vida diaria. Y cualquier reforma que decida quién la maneja y cómo se reparte será siempre una conversación que el país no puede darse el lujo de tomar a la ligera.
































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