En la Ciudad de México, donde cada esquina tiene su propio perfume de comal, carbón y salsa recién molida, la calle se ha convertido en el restaurante más democrático del planeta. En 2025, los tacos, tlacoyos y esquites no solo alimentan a millones de chilangos: ahora también conquistan cámaras, turistas y pantallas de todo el mundo.
Basta mirar un trompo girando para entenderlo. Entre humo y risas, el taquero corta láminas doradas de carne marinada en achiote, chiles secos y piña. El golpe del cuchillo suena como música de barrio. Ese taco al pastor —hijo de la migración libanesa y el ingenio mexicano— resume la historia de una ciudad que se come a sí misma todos los días, pero siempre con gusto.
Puestos como El Huequito, Los Cocuyos o El Vilsito son ya santuarios urbanos. A cualquier hora hay fila, turistas con cámaras y oficinistas que se roban diez minutos del trabajo para echarse “uno con todo”. Es el ritual chilango por excelencia: un taco, una chela, una conversación improvisada bajo el neón de una fonda.
Pero el universo callejero va más allá del pastor. En los mercados de La Merced o Jamaica, el bullicio matutino huele a maíz, epazote y antojo. Gorditas rellenas de chicharrón, tlacoyos de haba con nopalitos, elotes con mayonesa y chile piquín: cada platillo es una historia que nació en un barrio y terminó en un video viral. Las manos que cocinan ahí no presumen técnica francesa, pero dominan el fuego, la masa y el sabor de lo auténtico.
El fenómeno explotó en redes. TikTok, Instagram y YouTube están llenos de retos de comida donde los comensales devoran docenas de tacos en minutos o viajan por colonias enteras buscando “el mejor pastor”. Los hashtags #TacosCDMX y #AntojitosMexicanos se volvieron embajadores globales de una cultura que nunca necesitó mantel para ser alta cocina.
Detrás del espectáculo, sin embargo, hay realidad. Decenas de miles de familias viven del anafre y la cazuela. Son los guardianes del sabor callejero, pero también los más golpeados por las regulaciones, los operativos y los intentos de “ordenar” el espacio público. Muchos ven cómo su esquina desaparece para dar paso a food trucks gourmet o cafés minimalistas que cobran el triple por una versión “artesanal” de lo mismo.
Aun así, la calle resiste. En colonias como Roma o Doctores, nuevos proyectos mezclan lo tradicional con lo moderno: tacos veganos con hongos al pastor, salsas hechas con ingredientes de chinampa, birria de soya o postres de elote servidos en vasitos reciclados. Lo que cambia es la forma, pero el fondo sigue siendo el mismo: comer bien, barato y con alma.
Las apps de reparto ya se subieron al tren. Uber Eats, Rappi y Didi Food ofrecen “rutas callejeras” para probar lo mejor sin moverse del sofá. Y aunque nada reemplaza el sabor de un taco recién salido del trompo, la idea de que cualquiera, desde Tokio o París, pueda pedir un pedazo de CDMX, confirma algo: la comida callejera mexicana ya no es local, es universal.
En un año donde la inflación muerde bolsillos, los antojitos se mantienen como refugio. Por veinte pesos, un taco al pastor te recuerda que en esta ciudad comer no es un lujo, es un acto de fe. Un lenguaje común que une clases, barrios y generaciones.
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