El sol de la tarde cae a plomo sobre el Jardín Central de Tonatico. El aire huele a copal y a maíz tostado, mientras las campanas del Santuario de Nuestra Señora repican con un eco que se expande hasta las laderas. La plaza se convierte en un hervidero de voces, colores y pasos apresurados: mujeres que cargan cestos tejidos con paciencia, niños que venden palanquetas crujientes y ancianos que se acomodan en las bancas para observar el desfile de la vida cotidiana.
Aquí, en el corazón del municipio, todo comienza y termina con la Virgen. La imagen, cuentan los viejos, se apareció milagrosamente hace más de cuatro siglos en el sitio donde hoy se levanta el Santuario. “Fue un llamado del cielo —dice doña Teodora, cronista local—. Por eso el pueblo entero se trasladó aquí en 1601. La Virgen no sólo nos dio identidad, también nos dio casa”.
La devoción marca el ritmo de las fiestas. En septiembre, cuando se conmemora la Consumación de la Independencia, las calles se llenan de caballos, soldados, apaches y guarines que desfilan entre pólvora y música de viento. “Aquí no vemos la historia como algo lejano —explica Esteban, maestro de primaria—, la actuamos, la vivimos. Cada año volvemos a gritar libertad como si fuera la primera vez”.
Pero Tonatico no vive únicamente de fe y memoria. Sus entrañas guardan un tesoro: las Grutas de la Estrella, con más de 500 mil años de antigüedad, donde un río subterráneo corre bajo estalactitas que brillan como cuchillos de cristal. Descender por sus pasajes iluminados es adentrarse en otro mundo, húmedo, oscuro y vibrante, que contrasta con la luz encendida de la plaza.
El municipio, fundado como libre e independiente en 1870, ha sabido combinar lo sagrado con lo festivo. La Semana Santa, con su “Concilio” representado por más de ocho décadas, convierte las calles en un teatro vivo donde la pasión de Cristo se narra con un fervor que conmueve incluso a los incrédulos. La Procesión del Silencio, encabezada por penitentes encapuchados, es una escena que hiela y emociona: un pueblo entero caminando a oscuras, sólo guiado por velas y rezos.
La artesanía es también memoria: la cestería en miniatura de San José los Amates, única en la región, y los dulces tradicionales como la palanqueta son símbolos de un oficio transmitido de generación en generación. “Cada pieza es como un hijo”, dice Clara, artesana de 58 años, mientras muestra con orgullo una diminuta canasta trenzada con precisión quirúrgica.
El análisis de Tonatico exige mirar más allá del turismo. Este municipio del sur mexiquense, ubicado a dos horas de la capital, es un espacio donde el pasado colonial y la resistencia indígena conviven en equilibrio frágil. Las fiestas, la religiosidad y las tradiciones no son mero folclor: son estrategias de resistencia cultural ante la modernidad que amenaza con uniformarlo todo. Aquí, la identidad se defiende bailando, rezando y contando historias.
La última campanada del día anuncia el anochecer. Frente al Santuario, una niña enciende una vela y la coloca en el atrio. La llama titila contra la piedra centenaria y se confunde con las luces de bengala que empiezan a iluminar el cielo. Ese gesto sencillo —una vela contra la oscuridad— resume lo que Tonatico es y ha sido siempre: un pueblo que resguarda el sol, incluso en la noche.
Deja una respuesta