Por Juan Pablo Ojeda
Cuando uno habla de política, muchas veces suena a cosas lejanas, complicadas y llenas de palabras rimbombantes. Pero no hay que perder de vista que, cuando un senador como Néstor Camarillo renuncia al PRI, no es solo un chisme entre políticos: es un reflejo de lo que está pasando en el Congreso, y lo que eso significa para las decisiones que se toman sobre impuestos, salud, seguridad y todos los temas que sí nos tocan a todos.
Este martes, Néstor Camarillo —senador por Puebla y hasta hace poco el jefe del PRI en ese estado— dijo “gracias, pero no gracias” al partido en el que militó por años. Lo anunció con un video en sus redes sociales, donde básicamente se despidió con diplomacia, diciendo que su ciclo en el partido había terminado y que ahora buscará construir una “agenda ciudadana”. ¿Qué quiere decir eso? En pocas palabras: quiere desmarcarse de la marca PRI y colocarse más cerca de lo que suena a “ciudadano independiente”, aunque en la práctica eso muchas veces termina siendo un camino hacia otro partido.
Lo que sorprende no es solo su salida, sino que es la segunda que sufre el PRI en el Senado en menos de un año. La primera fue Cynthia López Castro, que se fue derechito a Morena. Aunque Camarillo no ha dicho a qué partido irá (si es que se va a alguno), lo cierto es que el PRI se sigue quedando sin cuadros. Ya solo le quedan 13 senadores en su bancada, y eso es poca cosa si consideramos que empezó esta legislatura con 15.
¿Por qué importa esto? Porque en el Congreso, los votos pesan. Y cuando un partido se debilita, pierde fuerza para frenar leyes que no le gustan o para impulsar las suyas. Con solo 13 senadores, el PRI ya no es la tercera fuerza: ahora está detrás de Morena, el PAN y el Partido Verde. Sí, el Verde. Ese partido que por años fue considerado satélite, ahora tiene más poder en el Senado que el mismísimo PRI, que gobernó el país durante más de 70 años.
¿Y qué pasa dentro del PRI? Pues mientras Néstor Camarillo se despedía, el comité estatal del partido en Puebla se movía rápido y anunciaba a Delfina Pozos como nueva presidenta estatal. Ella era la segunda al mando, así que el movimiento fue más de forma que de fondo. Pero no deja de ser una señal: el partido trata de tapar los huecos, aunque cada vez se ve más parchado.
Alejandro Moreno, mejor conocido como Alito, sigue al frente del PRI a nivel nacional, pero las fugas no paran. Y mientras él insiste en que el partido sigue fuerte, los números en el Congreso cuentan otra historia. Los que se quedan —como Miguel Riquelme, Carolina Viggiano o Manuel Añorve— sostienen la estructura, pero cada vez más parece que están aguantando más por lealtad o estrategia personal que por verdadera convicción.
En resumen: el PRI, ese partido que durante décadas fue sinónimo de poder en México, hoy ve cómo su bancada en el Senado se reduce, cómo sus liderazgos locales se van, y cómo su influencia en las decisiones del país se debilita. Y esto no es solo un asunto de pasillos legislativos: si el Congreso pierde pluralidad, las decisiones que se tomen podrían estar más inclinadas a un solo lado. Y eso, nos guste o no, afecta lo que pasa en la calle, en el bolsillo y en el futuro inmediato del país.
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