Por Bruno Cortés
Si alguien cree que el tiempo sólo se mide con relojes de pulsera o notificaciones de calendario, es porque nunca ha hojeado –con ojos ceremoniosos, claro– el Códice Borgia. Este antiguo manuscrito mesoamericano no solo marcaba los días: los entretejía con dioses, vientos, colores, destinos y direcciones, como si el universo se tratara de un bordado en movimiento. En sus páginas, todo tenía rostro, rumbo y propósito. Y no había espacio para la casualidad: hasta las lágrimas caían en el día correcto.
El Códice Borgia, creado entre los siglos XIII y XV, es un códice pictográfico plegado como acordeón, pintado sobre piel de venado. Conservado hoy en la Biblioteca Apostólica Vaticana (y protegido, suponemos, por monjes inmunes al vértigo místico), es uno de los manuscritos más completos para entender los ciclos cosmológicos que organizaban la realidad indígena. En él, los días no eran neutros. Eran entidades con personalidad, gobernadas por deidades que se turnaban el mundo como si compartieran un Airbnb celestial.
Al centro de su concepción está el Tonalpohualli, el calendario ritual de 260 días, dividido en veinte signos y trece números. Pero más allá del conteo diario, el Códice Borgia traza una estructura cósmica profunda: cada punto cardinal estaba asociado a colores, dioses, energías naturales y destinos posibles. El este, por ejemplo, no era simplemente una dirección: era el dominio del dios Quetzalcóatl, el color rojo, el viento que trae palabras, el sitio donde todo renace. El norte era frío, blanco, y gobernado por Mictlantecuhtli, señor del inframundo (también el inventor involuntario del insomnio, según los chamanes más quejumbrosos).
En este universo, el ser humano no era el centro del cosmos sino un viajero ubicado en una cruz invisible de direcciones, tiempos y destinos. Así, cuando nacías, no sólo importaba el día, sino el lugar cósmico donde caías, como si hubieras sido disparado al mundo desde una honda divina. Según el códice, nacer bajo el signo del Venado en el oeste implicaba coraje, alegría y una ligera propensión a terminar casado tres veces (el códice es muy específico con ciertos augurios).
Lo fascinante del Códice Borgia es cómo sus páginas respiran una lógica donde lo mágico no es excepción, sino regla. En una viñeta, se ve a un dios extrayéndose el corazón con una pluma. En otra, un jaguar vuela por los cielos con el sol entre los colmillos. Ninguna escena está explicada porque ninguna lo necesita: la mitología aquí no es fábula, sino mapa de navegación. Y nadie se sorprende. Ni siquiera el lector. Uno aprende pronto que en estos códices, si una serpiente sale del ombligo de la luna, seguramente es martes.
Este equilibrio entre rumbos, colores y fuerzas también tenía usos prácticos. Los sacerdotes lo utilizaban para orientar templos, celebrar fiestas, sembrar maíz y elegir el momento exacto para iniciar guerras o pactar alianzas. Los más sabios sabían que no se trataba de superstición, sino de resonancia: cada acto humano debía sincronizarse con el pulso del cosmos, como quien espera que su nota encaje en el canto de un caracol sagrado.
Entre los pasajes más líricos del Códice Borgia se encuentran los ciclos de sacrificios vinculados a las direcciones. No se trataba de violencia gratuita, sino de devolver el aliento al universo. El este exigía ofrendas florales, el norte demandaba silencio, el sur fuego y el oeste danzas nocturnas. Cada rito era una forma de conversar con el mundo. De pedir permiso. De aceptar que el hombre no manda, sino participa.
Hoy, en pleno siglo XXI, con apps que predicen hasta el tránsito de Marte sobre tu estado de ánimo, el Códice Borgia sigue siendo incómodamente sabio. Nos recuerda que la realidad no siempre fue una línea recta ni una tabla de Excel, sino un círculo vivo donde lo divino, lo natural y lo humano giraban en armonía. El códice no busca que lo entiendas, sino que lo sientas. Que lo abras como quien abre una ventana hacia el orden poético del universo.
Y si al terminar de leerlo, el lector moderno experimenta una leve sensación de vértigo cósmico, no hay de qué preocuparse. Eso solo significa que su alma ha recordado –por un instante– que también es parte de los ciclos. Y que aunque la Tierra gire sobre su eje invisible, el tiempo, los dioses y el viento aún saben nuestros nombres.
Deja una respuesta