Ximena Gutiérrez CDMX a 21 de septiembre del 2020 (Maya Comunicación).-Soy Ximena y tengo 21 años. Nunca conocí a mi padre biológico; pero eso no me importó, pues tengo el amor de mi madre. A la edad de 8 años ella me presentó a una persona que cambió mi vida; esa persona fue mi padre de crianza.
Su nombre, Arturo Sánchez Martínez. Y aunque su apariencia daba algo de miedo, en sí era un ser amable, gracioso, carismático, atento, amoroso, protector. Y, ante todo, fue el mejor padre que pude tener.
Mi papá tenía diabetes. Y como de joven tomaba alcohol y consumía drogas,no gozaba de buena salud. Pero cambió su estilo de vida cuando hizo familia con nosotras. Así vivió plenamente durante 25 años. Desde entonces llevaba una dieta particular y nunca volvió a tomar. Pero eso de nada sirvió, pues su mala salud lo hizo vulnerable ante la pandemia.
Lo perdí el pasado 22 de mayo. Falleció a causa del Covid-19; murió en la sala de mi casa a las 5 de la mañana. Creo que pudo haberse salvado; pero no recibió atención médica a tiempo. Su última noche mi madre y yo estuvimos solas con él. Nadie nos ayudó, nadie nos escuchó. Fue una experiencia horrible, como estar en el infierno.
Él comenzó a sentirse mal once días antes de su deceso. Tosía demasiado y le costaba trabajo respirar. Al principio se pensó que era gripa, y mi mamá lo llevó a consulta médica a una farmacia de Similares. Le dijeron que era faringitis aguda y le recetaron medicamento para cinco días; debía reaccionar en dos, pero no fue así. Por el contrario, empeoró.
Mi papá no podía dormir, la comida no le sabía, comía con dificultad y al hablar arrastraba las palabras. Cada día la situación se agravaba. Por ello, me pidió que ya no me le acercara. Antes solíamos platicar, pero ya no era posible.
Yo no comprendía lo que pasaba¸ y me enojaba porque mi padre no se aliviaba ¿acaso no seguía las indicaciones del médico? ¡O sólo quería llamar la atención y descansar! Aunque él no era así, no le gustaba estar quieto, era muy activo; pero la realidad era que no le quedaban fuerzas. Ese enojo mío, en medio de su padecimiento, ahora me atormenta.
En una semana fui testigo de cómo aquel hombre que me defendió y cuidó en la infancia, decaía día a día. Se la pasaba de un lado a otro en busca de que la fiebre, tos y cansancio cedieran, al menos por unos momentos y recobrar la tranquilidad.
Pero a pesar de haber tomado los medicamentos recetados, mi papá no mejoraba. Por eso mi mamá lo llevó con otro doctor; pero el diagnóstico también fue equivocado.
Ya para entonces mi papá solo comía apenas un poco de gelatina; casi no tomaba agua y la alegría de sus ojos se iba desvaneciendo. Ya casi no caminaba, y cuando lo hacía se apoyaba de un bastón.
Mi mamá no se dio por vencida y recurrió a un tercer médico. Este hizo una prueba de oxigenación a mi padre. Le colocó un aparato en su dedo, y le midió el grado de oxígeno en el cuerpo. El resultado, 55. El doctor pensó que su máquina estaba fallando; y le pidió a mi mamá probarla, ella salió con una oxigenación de 95. Entonces repitió la prueba a mi papá, la cifra fue la misma, 55. Así, el doctor lo diagnosticó con posible Covid-19.
Tras la consulta, mis papás llegaron deprimidos a casa; el ambiente lo llenaba un silencio perturbador. Mi mamá habló conmigo esa noche. Yo me negué a creer que mi padre estaba infectado de coronavirus.
En la enfermedad mi papá tenía frío y calor a la vez; no podía respirar y su último alimento apenas la probó; y aunque ya no le sabía, dijo que estaba muy rico.
El fatídico día, mi mamá y yo salimos a caminar con nuestros perros. Entonces ella dijo que mi padre pronto moriría. En mi desesperación le insistí que no; que él estaría bien, que sólo era gripa, que se recuperaría. ¡Como si eso pudiera cambiar las cosas!
Esa noche mi papá nos pidió llevarlo al hospital, quizá sabía que era el fin. Decía que veía caritas de bebé y nosotros tratamos de ignorar su delirio. Intentó levantarse de la cama y cayó al suelo.
Nos preparamos para ir al hospital. Llamé a la ambulancia y mi mamá habló con la familia de él para pedir ayuda; pero no nos ayudaron.
A mí tampoco me hicieron caso en ninguna de las cinco estaciones de ambulancias a las que hablé para solicitar el traslado. La respuesta fue:–Sabemos su urgencia, pero por favor, entienda, tenemos muchos casos y los atendemos conforme vamos pudiendo.
Mi error, tal vez, fue decir que mi papá ya no respiraba. Si no lo hubiera dicho, quizá hubieran llegado. La ironía de todo esto, es que enfrente a mi casa hay una estación de ambulancias y dos hospitales muy cerca. Pero nadie llegó a ayudarnos.
Por eso salí a la calle a presionar el botón de ayuda ciudadana; pero nadie acudió tampoco.
De regreso a casa recibí la llamada de un tío: –Dice tu mamá que la esperes abajo, que no subas. Entonces supe que mi papá había muerto…
Puedo jurar que cuando me acerqué a las escaleras para subir a mi casa escuché campanas; tal vez ese fue el momento exacto cuando él partió. O lo imaginé. No lo sé.
Nuestra desgracia no paró ahí. Ya no pudimos entrar a la casa. Recibimos una llamada de salubridad diciendo que no podíamos ingresar. Pues el cuerpo de mi papá seguía ahí y el riesgo de contagio era muy alto. Nos quedamos afuera, en medio de la madrugada. Hacía mucho frío y estábamos solas mi madre y yo.
Amaneció y todo era confusión, quizás un mal sueño. Tiritábamos de frío en la entrada de la casa y sin poder guarecernos. Nos sentamos porque ya no podíamos mantenernos en pie. Al menos yo tenía que reaccionar pronto. Había mucho qué hacer. Entonces comencé a llamar a los familiares de mi papá para darles la noticia; y comencé a hacer los trámites del funeral.
Hasta las 7 de la tarde llegaron por el cuerpo de mi padre. Lo embolsaron. No lo pude abrazar, pero él lucía tranquilo, parecía que dormía. Esa fue la última vez que lo observé, no iba a ser posible un velorio. Después llegó personal de salubridad para sanitizar el edificio y el departamento.
Mi papá fue cremado dos días después de su muerte. Cuando nos dieron sus cenizas fue como toparnos con una terrible realidad. Él se había ido y se acabaron para siempre sus sonrisas y sus abrazos. Ya no tenía nada. En mi duelo volteé a ver a mi madre, ella estaba peor que yo. Había perdido a su compañero de vida, a su mejor amigo.
Nuestra casa quedó inhabitable por la amenaza de contagio. Tuvimos que abandonarla con todas nuestras pertenencias dentro. No teníamos a quien recurrir, por eso salimos de la Ciudad de México con rumbo a Zumpango, Estado de México, en busca de un nuevo futuro.
Ahora mi enojo sigue; y es contra los médicos. Unos por no diagnosticar correctamente; y otros por no llegar a tiempo, cuando quizás podía salvarse mi padre. Dicen que el tiempo lo cura todo y así lo espero… Por siempre en mi mente; para siempre en mi corazón, Papá.